1. El trasero es como la humanidad y viceversa
La humanidad siempre estará divida en dos. Exacto. Igual que un trasero. Además de las guerras, las ideas políticas y los credos religiosos, otras discrepancias menos obvias crean abismos insalvables.
Un gato divide al mundo entre los que aman a esa especie y los que la detestan. La carne, entre los que adoran ingerir sangre y los que solo se alimentan de plantitas. Dios mismo, dudoso instrumento de unión, establece una línea entre los que creen en él y los que no.
En esa lista de bandos y divisiones, inocentes existencias como la sopa, las Mac y las estrellas de fútbol son el germen de discusiones acaloradas y velados odios familiares.
En el ámbito del aseo personal, los sanitarios demarcan dos países irreconciliables: aquellos que disfrutan la cotidiana visita al baño y la aprovechan para la lectura, y los otros, que no solo no leen allí sino que condenan esta costumbre calificándola de bárbara y poco higiénica. Jamás habrá amor verdadero entre ambas poblaciones.
El debate público sobre la lectura en el baño es considerado de mal gusto, sobre todo en medio de una reunión social. Antes de que el lector de Waterloo pueda establecer su defensa (y después de haber sido vapuleado por el bando contrario), escuchará a una damisela o a un formal caballero proponer: «Mejor pasemos a otro tema». La correcta invitación equivale a un contundente: «Ya cállate, cochino. Apestas».
2. Las estadísticas están para todo aquel que las necesite
Muchas guerras atávicas han sido encubiertas bajo los asépticos modales de la civilización. El lector de baño es un soldado de sus costumbres y ha de saber que no se encuentra solo en el mundo. Por el contrario, forma parte de una inmensa e invisible comunidad. Practica el siguiente ejercicio. Ponte de pie allí donde estés (en el autobús o en un restaurante) y repite con voz firme: «Mi nombre es (____ ____) y soy un lector de Waterloo. ¿Quién más está conmigo?».
Si haces el llamado con firmeza, como un general que alienta a sus huestes, las aguas se dividirán y encontrarás el apoyo emocional que siempre necesitaste. Enfrente se hallarán sus nuevos compañeros para toda la vida. Si se exclamaran aquellas líneas en cualquier local público de Bélgica, por ejemplo, ocho de cada diez personas se pondrían de pie para afirmar que ellos también leen en el baño y que, por lo tanto, los adversarios representan una triste y aburrida minoría.
3. Dos placeres son mejores que uno
Henry Alford es un columnista del The New York Times, y por supuesto lee en el baño. A comienzos de 2006, redecoró los servicios de su casa e instaló 42 libros sobre el tanque del wáter. Seguía un criterio estético, pues buscaba que las portadas combinaran con el color del techo y, en conjunto, generasen una buena impresión en los invitados de casa. Todo entra por los ojos.
Cuando hubo terminado y contempló su obra, Alford se preguntó qué demonios había hecho. ¿Había un síntoma oculto detrás de esa simple banalidad de hombre culto? El periodista convirtió esta inquietud en un asunto profesional y envió correos electrónicos a 72 amigos suyos pidiéndoles que lo dejaran husmear en sus baños en busca de la repuesta. ¿Qué ideas nos guían cuando ponemos libros en el baño? ¿Son los libros que dejamos allí una reflexión sobre nuestro más profundo ser? Y, por supuesto, la pregunta original: ¿Por qué algunas personas llevan libros al baño y otras no?
Todo baño ofrece un paréntesis de soledad en un mundo superpoblado y cargado de obligaciones. Entrar en esa habitación es salir por un momento de la vida. El individuo deja fuera a los demás y se queda consigo mismo y sin espías para lo que quiera hacer, ya sea planificar un crimen, soñar un rato o hundirse en los harenes de Las
mil y una noches. Pocos encierros ofrecen tal libertad.
En el baño, el niño que sabe mirar más allá de las paredes aprende las reglas del juego. La puerta cerrada es un campo de fuerza. Un tabú que ahuyenta. Si estás afuera, golpear o tratar de correr el pestillo es de muy mal gusto. Genera rechazo, de un lado, y cargo de conciencia, del otro. Los padres se impacientan con los hijos que se demoran en salir del baño: en esa región no pueden controlarlos. A veces gritan y el niño, desde el interior, disfruta del espectáculo de un adulto que pierde la compostura. Si papá o mamá osan irrumpir usando la llave y su autoridad, descubrirán a un inocente con los pantalones abajo. Si el pequeño todavía no sabe leer, estará más que absorto con sus juguetes. Si sabe leer, estará encerrado en un libro. Libros y juguetes son ventanas al país de la fantasía. Los padres, por el contrario, son agentes del mundo real. Apúrate, dicen, tienes tareas, una cita con el médico, la cena que se enfría.
En épocas más peligrosas, el baño era un lugar seguro para refugiarse de los censores del conocimiento, esos sustitutos de los padres. «Siendo joven –recordaba el escritor Henry Miller–, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el retrete». Eran inicios del siglo XX, y la lista de autores vedados incluía a muchos que ahora nos parecen adecuados para exhibir en un parque, como Lawrence o Joyce. En esos tiempos, había que leelos en cuclillas.
Los baños han hecho tanto por la cultura universal como las bibliotecas. Algunos manuales de educación del siglo XVI y XVII recomendaban a los nobles combatir la bajeza de la evacuación leyendo tratados filosóficos. La invención del baño privado, en la era de los castillos, impulsó este curioso sistema de educación. Sin embargo, los arqueólogos expertos en la Antigüedad han hallado restos de nutridas bibliotecas en las ruinas de los baños públicos del Imperio Romano. Leer y defecar es un hábito clásico. Pero no es propio solo de los espíritus cultos, sino de quienes han aprendido a sumar dos placeres: liberar el cuerpo mientras el espíritu se alimenta, ya sea con un poema, un cuento, un cómic o un delicado aforismo.
¿Dónde está el placer? El novelista francés Georges Perec creía que este radicaba en una región interior tanto corporal como mental. «Entre el vientre que se alivia y el texto se instaura una relación profunda –escribió–, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro entre lo visceral y lo sensitivo». En general, disfrutan leyendo en Waterloo quienes han hallado la manera de unir dos placeres en apariencia irreconciliables. Cagar nos recuerda que somos simples animales. Leer nos crea la ilusión de que somos especiales.
4. El papel higiénico como alimento del alma
La gente tras el papel higiénico Scott (el del cachorrito feliz) encargó una encuesta para conocer a su público, y descubrió que dos de cada tres personas que leen en el baño tienen maestrías y doctorados. Son gente de gustos sofisticados, que han viajado, que tienen buenos trabajos y que gastan en cultura. El dato lo recuerda el editor Jack Kreismer, quien trabaja en ese nicho comercial y publica una serie de textos ad hoc como El libro de baño del rock and roll. Además, fundó la Semana Nacional de la Lectura en el Baño, una feria que concentra editoriales y lectores especializados. Es verdad: toda costumbre gregaria oculta un mercado potencial. Dicha máxima alimenta la inventiva de hombres como Koji Suzuki, un escritor japonés que en el 2009 publicó la novela Drop, un thriller pensado para ser leído y usado, capítulo a capítulo, en el retrete. En el siglo del iPad y de las pantallas, el primer libro impreso en un rollo de papel higiénico recuerda que la mejor tecnología es la que se hace esperar. Tres años después, la novela aún no ha llegado a los baños peruanos.
http://buensalvaje.com/2012/08/21/292/
En el baño, el niño que sabe mirar más allá de las paredes aprende las reglas del juego. La puerta cerrada es un campo de fuerza. Un tabú que ahuyenta. Si estás afuera, golpear o tratar de correr el pestillo es de muy mal gusto. Genera rechazo, de un lado, y cargo de conciencia, del otro. Los padres se impacientan con los hijos que se demoran en salir del baño: en esa región no pueden controlarlos. A veces gritan y el niño, desde el interior, disfruta del espectáculo de un adulto que pierde la compostura. Si papá o mamá osan irrumpir usando la llave y su autoridad, descubrirán a un inocente con los pantalones abajo. Si el pequeño todavía no sabe leer, estará más que absorto con sus juguetes. Si sabe leer, estará encerrado en un libro. Libros y juguetes son ventanas al país de la fantasía. Los padres, por el contrario, son agentes del mundo real. Apúrate, dicen, tienes tareas, una cita con el médico, la cena que se enfría.
En épocas más peligrosas, el baño era un lugar seguro para refugiarse de los censores del conocimiento, esos sustitutos de los padres. «Siendo joven –recordaba el escritor Henry Miller–, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el retrete». Eran inicios del siglo XX, y la lista de autores vedados incluía a muchos que ahora nos parecen adecuados para exhibir en un parque, como Lawrence o Joyce. En esos tiempos, había que leelos en cuclillas.
Los baños han hecho tanto por la cultura universal como las bibliotecas. Algunos manuales de educación del siglo XVI y XVII recomendaban a los nobles combatir la bajeza de la evacuación leyendo tratados filosóficos. La invención del baño privado, en la era de los castillos, impulsó este curioso sistema de educación. Sin embargo, los arqueólogos expertos en la Antigüedad han hallado restos de nutridas bibliotecas en las ruinas de los baños públicos del Imperio Romano. Leer y defecar es un hábito clásico. Pero no es propio solo de los espíritus cultos, sino de quienes han aprendido a sumar dos placeres: liberar el cuerpo mientras el espíritu se alimenta, ya sea con un poema, un cuento, un cómic o un delicado aforismo.
¿Dónde está el placer? El novelista francés Georges Perec creía que este radicaba en una región interior tanto corporal como mental. «Entre el vientre que se alivia y el texto se instaura una relación profunda –escribió–, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro entre lo visceral y lo sensitivo». En general, disfrutan leyendo en Waterloo quienes han hallado la manera de unir dos placeres en apariencia irreconciliables. Cagar nos recuerda que somos simples animales. Leer nos crea la ilusión de que somos especiales.
4. El papel higiénico como alimento del alma
La gente tras el papel higiénico Scott (el del cachorrito feliz) encargó una encuesta para conocer a su público, y descubrió que dos de cada tres personas que leen en el baño tienen maestrías y doctorados. Son gente de gustos sofisticados, que han viajado, que tienen buenos trabajos y que gastan en cultura. El dato lo recuerda el editor Jack Kreismer, quien trabaja en ese nicho comercial y publica una serie de textos ad hoc como El libro de baño del rock and roll. Además, fundó la Semana Nacional de la Lectura en el Baño, una feria que concentra editoriales y lectores especializados. Es verdad: toda costumbre gregaria oculta un mercado potencial. Dicha máxima alimenta la inventiva de hombres como Koji Suzuki, un escritor japonés que en el 2009 publicó la novela Drop, un thriller pensado para ser leído y usado, capítulo a capítulo, en el retrete. En el siglo del iPad y de las pantallas, el primer libro impreso en un rollo de papel higiénico recuerda que la mejor tecnología es la que se hace esperar. Tres años después, la novela aún no ha llegado a los baños peruanos.
http://buensalvaje.com/2012/08/21/292/
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